Reseña, Crowder-Taraborrelli



Una historia del cine político y social en Argentina. Formas, estilos y registros. Volumen II (1969-2009).Ana Laura Lusnich y Pablo Piedras (eds.). Buenos Aires: Nueva Librería, 2011.



Con este volumen culmina el proyecto de investigación colectivo realizado por el Centro de Investigación y Nuevos Estudios sobre Cine (CIyNE) iniciado en 2007, cuya primer entrega, también editada por Ana Laura Lusnich y Pablo Piedras, Una historia del cine político y social en Argentina: Formas, estilos y registros. Volumen I (1896-1969) (2009) cubría un primer período de análisis que ahora se completa y cierra llegando hasta la actualidad del cine argentino. Ambos textos suman unas 1200 páginas y contextualizan la historia del cine político y social, otorgándole al cine documental un lugar de privilegio en la producción cinematográfica local. Estos dos volúmenes no sólo sirven como introducción a los principales realizadores de la tendencia y sus formulaciones estéticas, sino también para repasar momentos críticos de la historia social argentina y el desarrollo de los movimientos políticos antes y después de los golpes militares de 1955, 1966 y 1976. Lucía Rud, en su capítulo “Sentidos desplazados” sostiene que en sociedades que atraviesan momentos traumáticos el cine suele ser uno de los modos para reflexionar las causas y consecuencias de lo acaecido (487). Aunque las estrategias a nivel narrativo y formal no hayan sido siempre las más novedosas, resulta innegable, a la luz de esta publicación, que la Argentina ha producido decenas de películas de ficción y documentales comprometidos con esa búsqueda de comprensión y explicación histórica.

El valor de esta obra editada por Lusnich y Piedras es más que significativo. Los estudios del cine latinoamericano cuentan con pocos trabajos de semejante envergadura y no tengo dudas que estos dos tomos se convertirán en bibliografía imprescindible. En la última década se han publicado otras antologías dedicadas a investigar la representación de los conflictos políticos en el cine argentino, como la compilada por Susana Sel, Cine y fotografía como intervención política (2007) o la de Viviana Rangil, El cine argentino de hoy: entre el arte y la política (2007), pero en su mayoría carecen de una visión panorámica tan esclarecedora.

La tecnología digital y la popularidad de las carreras de cine han incrementado el número de realizadores de ficción y documentalistas en nuestro país, hechos que generan en los investigadores una cierta ansiedad, dado que advierten que la reflexión teórica siempre marcha detrás de la práctica. Precisamente en su introducción, Lusnich da a conocer las pautas organizativas del libro y sus objetivos primordiales: presentar un modelo de periodización del cine político y social y analizar sus estrategias de producción y distribución para determinar cuál fue su influencia en los movimientos políticos. Una colección por más extensa que sea siempre se enfrenta con varios desafíos. Entre ellos, definir las características del cine político (en contraste con el cine no-político) y su relación con el cine militante. A propósito de una posible definición de este último Maximiliano de la Puente y Pablo Russo ensayan una explicación posible: “[el cine militante] hace explícitos sus objetivos de contrainformación, búsqueda de cambio social y toma de conciencia, al elaborar, a través de sus películas, un discurso crítico de distinto aspectos de la realidad” (137). Por su parte, Paula Wolkowicz en su capítulo sobre la vanguardia en los años 60, elige hacer hincapié en la relación que muchos directores aspiraban tener con su público: “El objetivo del cine militante era poder lograr la mayor eficacia comunicacional para generar determinadas reacciones y acciones en el espectador. Es por eso que, cuando decidieron adoptar una estética vanguardista lo hicieron en función de esta meta” (413). ¿Cuáles son las características de esta tendencia tan inestable y, valga la insistencia, cuáles son sus principales objetivos políticos? Presumo que muchos lectores que se acercarán a esta publicación querrán saber de qué forma el cine de ficción y documental representó los conflictos políticos y de qué manera el cine documental influyó en decisiones y estrategias políticas. Lusnich y Piedras dan a los autores la libertad necesaria para forjar sus propias definiciones y líneas de investigación lo que genera un gran número de coincidencias y discrepancias que sin duda enriquecen el sondeo. Quienes escriben en este volumen son: María Aimaretti, Alicia Aisemberg, Lorena Bordigoni, Marta Casale, Javier Campo, Marcelo Cerdá, Andrea Cuarterolo, Maximiliano de la Puente, Silvana Flores, Pamela C. Gionco, Victoria Guzmán, Estrella Herrera, Alejandro Kelly Hopfenblatt, Pablo Lanza, Juan Ignacio López Tarnassi, Ana Laura Lusnich, Marcos Adrián Pérez Llahí, Carla Masmun, Carolina Miori, Andrea Molfetta, Denise Mora, Soledad Pardo, Pablo Piedras, Maia Rubinsztejn, Lucía Rud, Pablo Russo, Jorge Sala, Eugenio Schcolnicov, Jimena Trombetta, Paula Wolkowicz.

Una historia del cine político y social en Argentinaofrece mucho. De particular interés es la primera parte del libro que en varios capítulos reexamina las influencias del cine europeo y norteamericano en nuestra cinematografía. Piedras y Silvana Flores llevan al lector al centro de los debates estéticos de los años 50 en adelante, destacando la admiración de los realizadores nacionales por la vanguardia soviética, el neorrealismo, la nouvelle vague y artistas destacados como Jean Rouch, Jean Luc Godard, Joris Ivens, Cesare Zavattini, Vittorio De Sica, Chris Marker y Dziga Vertov. También se rescata la fraternal cooperación de los artistas congregados en el movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano: Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, Santiago Álvarez y Glauber Rocha.

En la segunda parte del libro, los autores examinan la cinematografía de los realizadores de mayor trayectoria y los grupos o movimientos políticos a los que pertenecieron. Pablo Lanza analiza la poética de Fernando “Pino” Solanas y su concepto de un cine de la digresión (123) y reconoce una evolución en su relación con el público, señalando que el realizador de Memoria del saqueo(2004) vio en las manifestaciones de diciembre del 2001 el rechazo apasionado de una falsa conciencia enraizada en el proyecto neoliberal y la agenda de sus portavoces. El caso de Solanas, agrega Piedras en otro capítulo, es singular porque al estudiar su obra se puede determinar “de qué manera la política y el cine se articulan orgánicamente en la vida y obra” del director (654).

La tercera parte reúne varios capítulos sobre estrategias narrativas y algunos modelos de operatividad de colectivos claves en la historia del cine documental argentino: Cine de la Base, el grupo liderado por el desaparecido Raymundo Gleyzer y el Grupo Cine Liberación, comandado por Solanas y Octavio Getino. En este segmento los autores estudian en profundidad los tipos de articulación y negociación entre los deseos estéticos y los objetivos políticos. Un aporte importante al respecto es el capítulo de Carla Masmun “Raymundo Gleyzer y el Grupo Cine de la Base: compromiso, activismo y resistencia”. Allí la autora subraya la visión latinoamericanista de las primeras películas del grupo: “Gleyzer descubre que toda América Latina está atravesada por las mismas miserias y problemáticas políticas, sociales y económicas. A partir de sus viajes por América, y de sus participaciones en festivales y muestras realizadas en Europa, Gleyzer expondrá la necesidad de los países latinoamericanos de trabajar juntos para poder salir de la situación de opresión frente a los países centrales” (169).

En líneas generales, en relación a los métodos de producción utilizados, los autores destacan las innovadoras estrategias de promoción y distribución, la organización de rodajes clandestinos con actores no profesionales y la participación en festivales y publicaciones en revistas especializadas. Es instructivo conocer las proclamas ideológicas que recogen los investigadores de CIyNE, pues estos testimonios nos entregan un pantallazo de los importantes aportes conceptuales de los realizadores al cine político mundial. Como ejemplo, podemos citar el concepto de cine que propone Solanas (lo que el realizador denomina digresión) inspirado en la forma de contar que tienen los porteños. Lanza, en el ya mencionado ensayo “De imágenes, poesía, y obras abiertas: las reflexiones de Fernando ‘Pino’ Solanas”, enlaza una serie de testimonios que conjuran una forma de narrar influída por géneros narrativos regionales como la lírica tanguera y la poesía gauchesca (121-124).
En las últimas décadas el cine documental, en particular, ha generado mucho interés en la Argentina debido en parte a las crisis políticas y sociales por las que atravesó el país. Algunos documentalistas han asumido su rol de contrainformadores, utilizando las nuevas tecnologías digitales para sumarse a movimientos populares y registrar sus estrategias de oposición. El público ha respondido a las ofertas del género, originando un debate saludable sobre el rol del cine y los medios audiovisuales en la agenda cultural del país. En ese sentido el libro editado por Lusnich y Piedras no peca por lucir un lenguaje teórico excesivamente académico que pueda excluir a un lector ajeno a estos debates universitarios, y este es un gran mérito de su parte ya que muchos de los jóvenes cineastas interesados en convertir al cine en una herramienta de concientización política, encontrarán en este trabajo un gran número de modelos de producción que merecen ser asimilados.

Hacia finales del milenio, y en parte debido a la crisis social, cultural y económica desencadenada por las políticas del gobierno de Carlos Saúl Menem, se formaron varios grupos de documentalistas: Boedo Films (1992), Cine Insurgente, (1999) y Ojo Obrero (2001). De particular interés son los trabajos centrados en el documental social y político, en particular, aquellos sobre los colectivos que ayudaron a concebir nuevas formas de organización popular. Como señalan Maximiliano de la Puente y Pablo Russo, estos grupos dieron prioridad a los proyectos sociales e ideológicos más que a los estéticos. Rápidamente se fueron transformando en importantes archivistas de las protestas sociales y, como argumentan los autores, en generadores de contrainformación mediática (269). Con el debate sobre la nueva ley de medios todavía provocando interés y polémica, estos grupos pueden considerarse pioneros en la disputa contra los monopolios de noticias, y por ello recuperar sus prácticas y estrategias discursivas y políticas, como lo hacen de la Puente y Russo, es otro de los grandes aportes del libro.
Pero no siempre el registro fílmico de la historia política y social del país se realiza en el lugar de los acontecimientos. Con el golpe de estado y la represión, varios cineastas debieron exiliarse. Como explica Javier Campo en “Argentina es afuera: El cine argentino del exilio (1976-1983)”, al no poder estar presentes para documentar su entorno social, los cineastas exiliados debieron recurrir a recursos pocos ortodoxos para recoger material que le diera legitimidad a sus discursos cinematográficos: “(…) las realizaciones desde el exilio trataron de ser una respuesta a las restricciones artístico-humano-políticas impuestas por la dictadura militar argentina” (229). Campo recrea la trayectoria intelectual de los exiliados, muchas veces aferrada a la falsa esperanza de un retorno, que los llevó a convertirse en abanderados de los principios democráticos y de ciertos derechos universales. El esclarecimiento de los crímenes de la dictadura también formó parte de los reclamos esgrimidos por los cineastas del exilio y Campo describe cómo sus películas ratificaron la lucha por la defensa de los derechos humanos impulsada por agrupaciones como las Madres de Plaza de Mayo.

Los dos trabajos de Paula Wolkowicz son destacados capítulos de la colección porque instigan a cuestionar la posibilidad de que el cine pueda reflejar un orden natural. Ella recrea el contexto social y cultural en el cual realizaron sus primeras obras directores vanguardistas como Rafael Filippelli, Miguel Bejo, Julio Ludueña, y Edgardo Cozarinsky. Este grupo de atrevidos generó, como dice la autora, “nuevas modalidades de representación a través de la experimentación con la materialidad fílmica y la subversión de las convenciones del discurso cinematográfico clásico” (413). Wolkowicz rescata frases insolentes que cuestionan las definiciones más aceptadas y la exaltación del cine como agente transformador. Por ejemplo esta cita de Filippelli: “Si hay un género insincero por excelencia es el documental” (110). Otra cita atribuida a Filippelli, que sirve de introducción al trabajo de Jorge Sala sobre la experimentación en el cine post-dictadura, reniega de ciertas prácticas del cine “realista” y cuestiona su mirada histórica: “¿Por qué cuando alguien filma una manifestación de las Madres de Plaza de Mayo, deben ser iguales a las que desfilan periódicamente alrededor de la pirámide, con los pañuelos blancos cubriendo sus cabezas? Acaso no podría proponerse una imagen de hombres disfrazados de mujeres y vestidos de amarillo, sin que ello origine inmediatamente la presencia de cientos de dedos levantados diciendo ‘así no es la realidad'” (453). Las anécdotas sobre la producción y exhibición de los cortos de vanguardia en Santa Fe (1970) revelan aspectos de una época marcada por la hostilidad, los compromisos y la muerte. Al final de una proyección, recuerda Wolkowicz, los directores tuvieron que salir corriendo asediados por un público escandalizado (417).

Es interesante repasar junto a los autores de la colección, como es el caso de Jimena Trombetta y su artículo “La representación de Eva Perón en el cine argentino” las formas que un ícono político asume dentro del marco de representación propuesto por un realizador. No hay mejor ejemplo que el de Eva Perón y Trombetta describe con agudeza los entornos estéticos y narrativos que rodean a su figura cinematográfica: el melodrama, la militancia, “la estructura de princesa/plebeya”, el cristianismo, lo morboso (en las desventuras del cuerpo profanado), la santidad, etc.


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